Compartimos una experiencia de alegría que nos envió Marilena, misionera de Texcoco
En el pequeño pueblo de Lázaro Cárdenas hay un área que está siendo poblada por recién llegados, se llama Ampliación. Aquí vive la familia del señor Antonio, en la misma casa, en una habitación el padre y en otras más pequeñas los niños con sus familias.
Son casas muy sencillas, con paredes de bloques sin yeso y el techo de asbesto desgastado por el tiempo. En cada cuarto hay de todo: cama, mesa, sillas, estufa, ollas, altar con los santos, ropa: todo lo que tiene la familia.
Hace un año, el Sr. Antonio sufrió la pérdida de su muy religiosa esposa y una hija que quedó paralizada por una hemorragia cerebral a la edad de 43 años. Sus manos aún no pueden sostener nada y están curvadas al igual que los pies. Antonio y su hija van en silla de ruedas. Cuando podemos, compartimos la comida con toda la familia y los apoyamos con alguna medicina.
El Miércoles de Ceniza fui a ellos, llevándoles la ceniza y la comunión. Antonio estaba muy contento y para agradecer el regalo pidió la cartera y cogió 100 pesos (4-5 euros) para ofrecérmelos. Le dije: “Tengo que darte… hoy no traje la despensa”.
Y él: “No, ella me trajo la hostia y quiero que tú compres las hostias con este dinero y se las lleves a muchas otras personas, como haces conmigo”.
En ese momento me conmovió y le agradecí. Comprendí una vez más que también los pobres se sienten puentes con otros pobres, dándonos algo a nosotros los misioneros.
Fue lindo ver esa habitación oscura y sin ventanas iluminada con el amor que Antonio tenía en su corazón.