Juntos para anunciar el Evangelio hasta los confines de la tierra
Somos diversos: en edades, estados de vida, culturas y lenguas. Cada uno aporta su historia, sus tradiciones y su experiencia única. A partir de esta riqueza, asumimos el desafío de vivir como una sola familia. En el don y la acogida mutuos, nuestras diferencias espirituales, intelectuales y personales se integran en unidad, convirtiéndose en una riqueza compartida.
Creemos que nuestra vida en comunidad es, en sí misma, un testimonio vivo y un anuncio del amor de Dios, especialmente en un mundo que anhela relaciones auténticas y solidarias.
Por eso, dondequiera que estemos, nuestro principal compromiso es vivir y promover una espiritualidad de comunión: construir relaciones de fraternidad con los pueblos a los que somos enviados. Este es nuestro primer anuncio: un Dios que es Padre y que cuida con amor a todos sus hijos.
En nuestras raíces… un llamado
En el inicio de nuestra historia había un grupo de jóvenes unidos por una profunda amistad, fundamentada en la meditación, vivencia y compartir de la Palabra de Dios.
“Estábamos dispuestos a entregar nuestras vidas para mostrar a todos ese rostro de Dios vivo que habíamos descubierto y que transformó nuestras existencias”, recuerda Nina Cadeddu. “No era un proyecto humano, sino un llamado de Dios que valía la pena abrazar, dejando todo lo demás atrás”.
Desde entonces, este llamado sigue atrayendo a jóvenes, adultos y familias de diferentes lugares, cautivados por la misma revelación: la vida de la Trinidad no está lejana, sino que puede vivirse cada día a través de relaciones auténticas de fraternidad y reciprocidad.
Mi vida está hecha
para ser entregada
“Mis padres eran pequeños comerciantes, pero debido a una quiebra económica tuvieron que dedicarse a trabajar la tierra para mantener a la familia. A menudo, en casa faltaba lo más básico para vivir. Sin embargo, las dificultades nunca lograron robarnos la alegría de una vida cimentada en la confianza en Dios y en la oración juntos.
A los catorce años sentí por primera vez el llamado de Dios, pero la necesidad de buscar un trabajo para ayudar a mi familia ahogó esa pequeña semilla. Por ello, dejé la escuela y comencé a trabajar como albañil.
Tres años después, viajé a Costa de Marfil, donde, al poco tiempo, conocí a la Comunidad Misionera de Villaregia. Pasando frente a la iglesia, vi a algunos misioneros trabajando y decidí ayudarlos. Uno de ellos, más tarde, me invitó a conocer el grupo misionero, y así comenzó mi camino con ellos. Lo que me impactó desde el primer instante fue la acogida y la alegría de esos misioneros.
Durante una noche de oración, entendí que mi vida estaba hecha para ser entregada, que no podía limitarme a pensar solo en los problemas de mis padres, mientras millones de hermanos aún esperaban conocer el amor de Dios. La reacción de mi familia fue una sorpresa: aceptaron con alegría mi decisión de consagrarme, a pesar de que mi trabajo era un importante sustento para ellos.
Hoy, después de 15 años como misionero y sacerdote, he servido en Italia, Perú y Costa de Marfil. Actualmente estoy en Ouagadougou, Burkina Faso”.
P. Martin Ouedraogo – Misionero
Para que el mundo crea
Una palabra del Evangelio guía nuestro camino: “Como tú, Padre, estás en mí y yo en ti, que ellos también estén en nosotros, para que el mundo crea, que tú me has enviado” (Jn 17,21).
La vida de la Trinidad, esa comunión que fluye entre el Padre y el Hijo en el Espíritu Santo, puede ser vivida y encarnada incluso en la fragilidad de nuestras relaciones humanas. No es algo extraordinario, sino cotidiano: está hecha de acogida, pequeños gestos de compartir, integración de talentos, perdón y estímulo mutuo.
La Comunidad se convierte así en un espacio vivo y abierto donde cada persona puede sentirse en casa, experimentar la alegría de ser amada y de poder amar, y descubrir la presencia viva y actuante de Dios en medio de los hombres.
Dios en primer lugar
“Desde el comienzo de nuestra experiencia nos hemos inspirado en el estilo de comunidad que caracterizaba a los primeros cristianos. Entendimos que amarnos con sencillez y alegría, unidos en el nombre del Señor, solo era posible si cada uno ponía a Dios en primer lugar.
Trabajando juntos en la vida cotidiana, enfrentando las pequeñas y grandes dificultades de empezar desde cero y esforzándonos por superar las inevitables diferencias, descubrimos que éramos hermanos y hermanas más allá de los lazos de sangre”.
Marilena Desougus – Misionera
“En uno de los primeros encuentros en la Comunidad, nos dijeron que Dios se hace presente donde las personas se aman. Esta fue una verdad nueva para nosotros, que nos intrigó y nos cautivó desde el principio. En ese momento estábamos atravesando una etapa difícil en nuestro matrimonio: el diálogo entre nosotros casi había desaparecido, y solo hablábamos para recriminarnos nuestras fallas mutuas.
Sin embargo, decidimos darnos una nueva oportunidad, comenzando por lo más simple: dar las gracias, pedir perdón, escuchar al otro. Desde ese momento, todo comenzó a cambiar. Una alegría y una paz nuevas entraron en nuestro hogar, y los primeros en notarlo fueron nuestros hijos. Entendimos que podíamos hacer presente a Dios en nuestra relación si elegíamos amarnos de verdad. Las dificultades y los desafíos seguían allí, pero nuestra forma de afrontarlos cambió por completo. Nuestro único y común propósito pasó a ser permanecer en el amor para custodiar esa sagrada presencia.
Este encuentro especial nos llevó a mirar más allá, hacia los hermanos más necesitados. Hoy, con nuestros siete hijos, somos una familia misionera que quiere testimoniar y anunciar al mundo la belleza de vivir con la presencia de Dios”.
Renza y Luciano – esposos misioneros
Custodiar Su Presencia
Comunidad Internacional
La Comunidad tiene el rostro de una familia internacional. La convivencia de hermanos de diferentes nacionalidades nos permite vivir la fraternidad universal, un campo de entrenamiento para aquellos que, derribando las fronteras de su parentesco y tierra natal, se ejercitan a diario para abrir su corazón al mundo entero.