Ser misionero en un país como México, que se extiende por 1.964.375 km² (un poco más que el Amazonas), significa ocuparse de anunciar el Evangelio, no solo en la periferia de la capital, donde ofrecemos nuestro servicio permanentemente como Comunidad, sino también en las zonas rurales donde viven principalmente indígenas. Aquí, los sacerdotes son responsables de muchas comunidades y, a pesar de las dificultades, consiguen satisfacer las necesidades pastorales de las personas a su cargo.
Así que, puntualmente, en distintas épocas del año, con unas pocas decenas de laicos, nos dirigimos a las zonas más pobres y remotas para prestar nuestro servicio misionero. Prestamos atención a los lugares donde la gente no tiene la posibilidad de tener la presencia permanente de un sacerdote y los medios para alimentar su propia fe.
Tumbalá es uno de los lugares donde hemos estado. Es un municipio del Estado de Chiapas, en el sur de México. La mayor parte del viaje se realiza por carreteras irregulares y llegamos a nuestro destino después de 12 horas en autobuses y 6 horas en furgonetas, estas generalmente utilizadas para el transporte de mercancías. Para darnos la bienvenida estaba Don, un sacerdote que sigue a más de 70 comunidades, la mayoría de ellas dispersas por las montañas en el inmenso territorio que se le ha confiado. Sin embargo, muchos de ellos solo pueden ser visitados una vez al año. Normalmente, durante estas misiones, organizamos retiros espirituales, visitamos familias, administramos bautismos y reunimos a la gente para las celebraciones litúrgicas y la proclamación de la Palabra de Dios.
Nunca olvidaré la acogida que recibí en un pueblo, situado en la cima de una montaña, donde los indígenas solo hablaban chol. Las mujeres nos recibieron a la entrada del pueblo con sus típicas ropas de fiesta, los niños nos miraron con curiosidad y los hombres nos acompañaron a comer. Nos invitaron a organizar un retiro espiritual para los jóvenes que se preparaban para recorrer 900 km a pie para ir como peregrinos al Santuario de Nuestra Señora de Guadalupe. Sabíamos que no iba a ser fácil porque no todo el mundo hablaba español y se necesitaba un traductor.
Esperábamos algunos jóvenes más de los que se presentaron, pero sabíamos que no era sencillo: muchos de ellos, para llegar a la iglesia desde sus pueblos, ¡también tenían que caminar seis horas a pie!
Durante los días de la peregrinación, nos llamaron para decirnos que habían completado su viaje de 900 kilómetros hasta el santuario de Guadalupe y que ahora volverían corriendo a su pueblo por turnos llevando la antorcha encendida hasta el santuario mariano.
¡Qué testimonio! ¡Qué fuerza! ¡Qué fe! Estos jóvenes se pasaron todo el año ahorrando el dinero ganado con la venta del café, que tal vez aún podría llegar a nuestras mesas en Europa. Y no lo hicieron para ir de vacaciones, sino para ir a la Virgen de Guadalupe, para que esta santa luz llegue a sus pueblos, difundiendo el mensaje de que todos tenemos una madre que nos ama y nos guía.