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Osvalda dirige un grupo de la Palabra de Dios en una familia.

Mi amistad con Dios nació y creció con la Biblia. Durante mi trayectoria en el grupo de jóvenes misioneros, la escucha de la Palabra de Dios me había fascinado tanto y me atraía como un imán, que en algún momento, leerla cada día se había convertido en una cita fiel. Poco a poco, esta escucha despertó en mí la acogida y el deseo de ponerla en práctica en mi vida cotidiana. Elegía el verso que más me había impresionado y, durante el día, en la universidad, con la familia, con los amigos, trataba de ponerlo en práctica, de transformarlo en la vida concreta.

Aún hoy, después de más de veinte años de consagración, la meditación de la Palabra de Dios alimenta mi pertenencia al Señor y me lleva a realizar un trabajo interior, dejándola entrar en mi vida cotidiana. La Palabra debe ser acogida, vivida, pero también compartida. Proclamar el amor de Dios a los demás, especialmente a los más pobres, me llevó a decir mi sí a Dios para ser misionero.

Como misioneros, nos ponemos al servicio de las parroquias animando encuentros en los que se experimenta la pertenencia a una comunidad cristiana reunida en torno a la Palabra de Dios y enviada a anunciar esa misma Palabra hasta los confines de la tierra.

Dirigimos centros de escucha que tienen lugar en los hogares, comentando y rezando un pasaje del Evangelio. Compartir la belleza y la profundidad de la Palabra de Dios siempre me llena de alegría, más aún cuando luego experimentamos el momento en que cada persona comunica a los demás lo que la Palabra ha suscitado en ella, cómo Dios ha hablado a su corazón y a su vida. Cada vez recibo más confirmación de que la Palabra responde a las necesidades más profundas del hombre, a sus preguntas de sentido.

Recuerdo una experiencia que tuve en Costa de Marfil, donde tuve la alegría de compartir varios años de mi vida con el pueblo marfileño. Durante una semana de animación misionera, en el centro de escucha de una parroquia había leído el pasaje de la Visitación de María a Isabel. Subrayé que María fue de prisa a su prima, llevando al Dios que la habitaba y poniéndose a su servicio. Elizabeth representaba a los más alejados, a los más pobres, y durante el encuentro también hablé de la vida del pueblo peruano, de su sufrimiento y de la lucha diaria de la gente por salir adelante a pesar de la pobreza y la injusticia.

Al final de nuestra experiencia en esa parroquia, se acercó una madre y enseguida comprendí que la suya no era una vida fácil. Me dijo que había escuchado la meditación y que mis palabras sobre los hermanos pobres de Perú le habían impactado mucho; le hubiera gustado dar una ofrenda para ayudarlos, pero no podía porque era pobre y tenía hijos que cuidar. Sin embargo, llevaba una bolsa de plástico, de la que sacó una tela típica, diciendo: ‘Se la regalo a mis hermanos peruanos, esto es todo lo que puedo dar’. Llena de alegría la puso en mis manos y sentí una gran emoción ante ese gesto de amor.

La Palabra de Dios acorta las distancias, hace llegar a los confines de la tierra, abre el corazón y lleva a compartir incluso lo poco que se tiene. La solidaridad y la fraternidad son valores que pueden cambiar el mundo y hacerlo más humano, más bello y conforme al plan de Dios.

Un día con los Misioneros