Andrea y Donatella animan un encuentro de espiritualidad para parejas.

Nuestro día es siempre complejo, como el de cualquier familia. Hacemos muchas cosas y por la noche acabamos bastante cansados. Hoy son las 7 de la noche y, como desde hace algunos años, nos dirigimos a Padua para un encuentro con otros hermanos de la Comunidad. Donatella me ha recogido del trabajo. Tenemos que recorrer unos cincuenta kilómetros y, durante el viaje en coche, nos contamos cómo ha ido el día, como siempre hemos hecho.

Al principio de nuestra historia matrimonial, a menudo nos quejábamos de que “nos faltaba algo”, sentíamos una especie de aburrimiento, una búsqueda de sentido sin encontrarlo. A menudo nos decimos a nosotros mismos: “nos gustaría conocer a gente que quiera lo mismo que nosotros, que quiera vivir experiencias significativas como las que nosotros necesitamos”.

En aquel momento estábamos todavía lejos de la fe, nunca la habíamos experimentado. Todo cambió unos años después, cuando conocimos la Comunidad. Un domingo, durante una reunión, nos dimos cuenta de que el Dios que no podíamos ver, que no podíamos tocar, que no nos hablaba… en cambio podíamos verlo, tocarlo, escucharlo en la relación entre los dos, sólo había que quererlo. Este descubrimiento nos dio una nueva conciencia como pareja.

Ahora tenemos muy claro cómo Dios nos ha guiado en esta búsqueda. Y tenemos claro por qué vamos a Padua con tanta ilusión, a pesar de la jornada laboral: vamos a encontrarnos con el equipo del que formamos parte para preparar el curso de discernimiento para matrimonios.

Nuestro equipo está formado por tres matrimonios y un misionero, que empezamos a acompañar al grupo hace unos años. Trabajar y planificar juntos nos permite conocernos más profundamente, compartir ideas pero también nuestras propias formas de ser, aprender a escuchar y mirar al otro como el regalo que es, compartir no sólo el trabajo del equipo sino también el camino de cada uno.
Hubo un tiempo en el que estábamos acostumbrados a tomar decisiones en solitario, mientras que ahora ya no lo hacemos: aunque no nos encontremos, siempre tenemos la necesidad de enfrentarnos, aunque sea con una llamada telefónica o un mensaje. Percibimos que incluso esta simple voluntad de hacer juntos, de decidir juntos, es comunión. Pero no sólo eso. A través de los diferentes acontecimientos que vivimos como pareja y como equipo, comprendemos plenamente lo que significa sentir alegría por la alegría del otro y estar ahí cuando el otro te necesita.

El sacramento del matrimonio no es una magia que Dios hace o te da para vivir mejor, aunque es cierto que Dios siempre quiere nuestro bien. El sacramento del matrimonio nos ha hecho una sola carne sin dejar de ser dos, normales e imperfectos, hombre y mujer. Tantas veces hemos dejado que nuestras imperfecciones nos quiten la alegría del encuentro, y a menudo hemos visto que lo mismo ocurre entre parejas de conocidos y amigos. Pero, en realidad, el matrimonio no es mágico: es un viaje que comienza cada mañana y que termina al anochecer. Se convierte en un sacramento y nos permite ir, como esposos, al mundo.

Convertirse en una sola carne significa, de hecho, extender esta dimensión a los demás, compartir lo que uno es. Por eso nos dirigimos a Padua para la reunión. Si no fuera así, nuestro equipo sería como cualquier otro grupo de trabajo, y probablemente no tendríamos ganas de conducir tan lejos esta tarde, dado el cansancio del día.

En cambio, es agradable encontrar en los demás la misma búsqueda, compartir el mismo descubrimiento y la misma alegría. Esto es lo que esperamos en el próximo día de encuentro de parejas: será bonito ver en sus rostros la alegría de los que buscan a Dios. Cuando visitamos a algunas de las parejas del grupo, nos alegra saber que han reconocido, más de una vez, el paso de Dios en sus vidas. El Papa Francisco nos dice que salgamos y nos hagamos cercanos. Al hacerlo, es inevitable encontrarse con otros y tener una maravillosa experiencia de bondad, fraternidad y comunión.

Un día con los Misioneros